El vuelo de las cometas - Azel Highwind

 El vuelo de las cometas – Azel Highwind

Cuando llega la hora azul a Hong Kong, el cielo se apaga, los aromas a carne picante y a especies exóticas ascienden por el aire, las estrellas se transforman dentro del vaho tibio y se iluminan las calles de oro. A los pies de los caóticos edificios, atestados de máquinas, fluye el rojo de la fiesta y suenan los tintineos celestiales de las luces de neón.

El corazón de la ciudad, Kowloon City, late con vida efervescente, con voces alegres y otras violentas, con intensos pitidos que, en las alturas del edificio de apartamentos Check Bo House, se transforman en un rumor, casi en una música que acuna al fatigado Guo Zhao Wun, que se desliza bajo las sábanas rememorando la risueña mirada de Shui Tsei, apenas unos minutos antes, al despedirse con un gesto de la mano; la elegancia de los cisnes en sus dedos y la seducción del cerezo en las uñas… y otra vez más, sin tener el valor de decirle antes de que su melena se pierda tras la puerta del apartamento vecino, que su corazón late por ella.

Cierra los ojos, y en su mente adormilada Shui ya no es aquella niña pequeña que se reía a carcajadas y se pavoneaba como una reina cuando marcaba un tanto jugando al balón. Ahora ya no es esa chica delgada y esbelta que deslumbraba en la pista de baile y que era el orgullo del equipo de gimnasia del instituto.

Recordar sus cabriolas en los bailes rítmicos y sus impresionantes volteretas en el salto de potro humedece sus ojos cerrados con fuerza. Empieza a rememorar los patrones que se le grabaron durante tantas actuaciones de su cinta al aire en los bailes más atrevidos e impactantes. Esos patrones giran y crean vórtices en el aire; y aunque los tenga memorizados, como cada gesto y expresión de esa chica que adoraba, van creando una tenebrosa pesadilla que le mantiene tenso en la cama.

Entre cenizas que flotan y se expanden alrededor de las pisadas de Shui Tsei, una criatura monstruosa devora la vida calcinada, derrumba paredes envueltas en carbón y hace estallar los cristales ennegrecidos.

Tirada en el suelo, Shui Tsei ve su inmaculada piel nívea mancharse con la sangre de cortes que no terminan. El horror de su rostro proyecta una angustia que agita a Guo Zhao Wun entre las sábanas inflamadas. El ardor asciende bajo su cama, las paredes empiezan a crepitar y un cristal remoto estalla en el cielo oscuro.

Cuando abre los ojos y siente su pecho agitado, las llamas bailan sobre la pared que da al apartamento de su eterna amiga. El pánico casi enmudece el dolor, pero Guo no consigue bloquear sus quejidos.

Cuando cae por el suelo, su piel se llena de ampollas, la garganta se estremece con un ardor tóxico y de sus pulmones es expulsado veneno.

Se agarra a una silla ardiente, las piernas se le tuercen al levantarse y sus ojos heridos sólo ven sombras entre las llamas nacientes.

Corre hacia la puerta y recuerda la sonrisa de Shui, una sonrisa que jamás ha perdido su gracia y su sinceridad, incluso en los momentos más bajos de su vida, cuando la expulsaron del cuerpo de gimnasia.

 La ha imaginado tantas veces sobre la cama… sus grandes curvas conjugando con los estampados de la flor de loto, el tímido deseo de regalar caricias; el volumen asombroso de sus pechos al rozar las sábanas por debajo de un ancho camisón; la tierna lujuria que tantos ensueños le ha regalado. No obstante, ahora no osa imaginarla.

Tira la puerta a un lado y, con los pies desnudos, aparta las maderas crepitantes que bloquean el paso. El cuerpo le tiembla, los vahídos suben por el pecho ardiendo y un diente cruje con la presión de la mandíbula.

Una figura se cruza bañada en llamas. Pero los gritos no son lo que le enloquece, pues la peste de un ser humano quemándose es algo que jamás te atreverías a imaginar.

Busca las escaleras tanteando con desespero entre la humareda. Bajo los escombros y tabiques que almacenan infiernos, los chillidos son incesantes.

Logra cogerse a la barandilla después de resbalar y caer, y cuando las llamas se levantan ansiosas a su espalda, el corazón se le desboca al pensar en ella y recuerda el monstruo de la pesadilla.

—¡Sálvate! —grita un vecino desde el piso de abajo.

A los pies de las escaleras un señor mayor le alarga la mano.

Pero Guo niega con la cabeza y cierra fuerte los ojos. Vuelve a subir entre el fuego que baila con la terrible belleza de Shui vestida en Maillot, ese verano del 92. Arrodillado frente al televisor, como si rindiera homenaje a la más grande deidad, Guo sabía que la amaría siempre.

Golpea la puerta del apartamento de Shui con una tabla que le roba la piel de las manos, en su mente ese televisor estalla, todo se llena de llamas, y movido por la ansiedad se adentra, sabiendo que, al menos, ya no se arrepentirá nunca más.

Sin que las piernas puedan aguantarle, se obliga a arrastrarse entre el fuego que se come su carne y se alimenta del aire que ya no tiene. El suelo se despedaza a su alrededor, y a través de un agujero que atraviesa otros suelos, los cadáveres calcinados se retuercen en posturas que cavan surcos en la mente.

Unas manos fuertes le cogen de los brazos y se lo llevan lejos. El rostro de Shui Tsei se recorta en la luz nocturna de una ventana: sus ojos enfermos, bañados en lágrimas; su sonrisa que tiembla y quiere decir algo; pero también su cuerpo, el único hogar que ha deseado.

—¿Por qué? —Shui vocaliza con dificultad—, ¿por qué no has huido?

Y en las nubes de humo negro, Guo rompe a llorar.

En los ríos de oro de la ciudad y entre las canciones de los casinos que trae el viento, rugen los motores y se encienden con un poderío disimulado las sirenas. Juntos, como si guardaran el mundo en un abrazo, bajo la ventana abierta, Guo se atreve a pronunciar las palabras que tanto tiempo ha guardado, hasta que su aliento se acaba bajo la violencia de la ciudad, bajo los gritos de auxilio y de horror, bajo las sirenas a los pies del edificio.

Se miran a los ojos. Despojados de cualquier esperanza ya no hay miedo. Entre los brazos de la mujer que ama, Guo no duda.

—No te preocupes. Yo te enseñaré a volar.

Shui asiente.

Y desde la escalera que sube entre un infierno de gases negros, un bombero llega a observar sus cuerpos como dos cometas atadas a su destino.

Sigo sintiéndote - Azel Highwind

Nunca olvidaré el día que llegaste al pueblo. El cielo se tornó gris de repente, en la lejanía se escuchó una tormenta acercarse y los árboles se agitaron desnudos con los primeros vientos.

Estuvo lloviendo toda la noche, después de largos meses de sequía.

Casi no pude dormir, observando los rayos fulgurar repentinos y violentos, imprimiendo una luz aplastante sobre todas las cosas en mi cuarto. El techo crujió con su frenetismo, las ventanas vibraron bruscamente ante las incontables gotas contagiadas por la virulencia de un trueno que parecía hablar.

A la mañana siguiente te vi en el jardín de tu nueva casa, sentada sobre la piedra mojada, frente un arbusto seco que se deshacía con el tacto de tu mano. Me quedé un rato mirándote desde la ventana de mi habitación. No te parecías a nadie que hubiese conocido antes. En tus ojos vi un amor sincero por las plantas, por un arbusto marchito incapaz de entregar fruto alguno.

El primer día de escuela todos los niños hablaron de ti. Cuando la profesora pronunció tu nombre, pensé que era el más bonito que había escuchado nunca.

Durante muchas horas te vi ensimismada en tu pupitre, como si no estuvieses realmente allí. Me preguntaba qué llevarías en esa mochila de cuero cosido, rematado con encajes rojizos.

Al terminar las clases volvimos juntos a casa. Te desviaste por el caminito trasero y te manchaste los zapatos de barro. ¿No te acuerdas? Ya, es cierto. Todo era nuevo para ti y te sentías asustada.

Cuando entraste en casa me pareció ver a tus padres discutir. Yo subí corriendo a mi cuarto, esperando verte por la ventana. Vi las tuyas iluminarse, el rojo de tu mochila centellear sobre el escritorio y unas flores mecerse cuando las regabas. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que pude ver una flor. En el pueblo ya no quedaban, y los frutales apenas daban nada.

Entonces apagaste la luz, y yo bajé la mirada. Salté de la repisa y me senté frente al escritorio. Me costó mucho hacer los deberes, no podía sacarte de mi cabeza. Las cintas verdes volaban en tu pelo dorado que se encendía cada vez que cerraba los ojos.

Mis padres me llamaron para ir a cenar. Se había hecho tarde y comí tan rápido que me observaron todo el rato sorprendidos. Volví a mi cuarto, esperando verte otra vez al otro lado. Casi no se filtraba luz a través de las ventanas de tu buhardilla, inclinadas entre las tejas hacia el cielo encapotado, y sobre tu escritorio, llorabas. El espacio de apenas el ancho de una calle pareció extenderse entre nosotros. Te sentí lejos y un temblor agitó mi cuerpo. Tuve ganas de salir corriendo. A por ti, ya lo sabes.

A la mañana siguiente estabas otra vez sentada frente al arbusto de tu jardín. Esas flores… ¿cuándo las plantaste? Vi en tus dedos apoyarse suaves brotes verdes que se abrían paso entre la corteza agrietada. No pude creerlo. Aunque siempre supe que lo hacías tú.

En el recreo por fin pude hablarte. Sentí que cada palabra que se escapaba de mi boca era una tontería. Me miraste divertida y escondí mis manos a la espalda, queriendo contener el temblor. No podía aguantar la mirada en tus ojos de tormenta, aunque era lo que más deseaba. Pensé que te avergonzarías de mí, y entonces me tocaste el brazo.

No, no estoy llorando, pero te echo de menos.

Por la noche estalló una tormenta, y salí de casa con un chubasquero de capucha. En el caminito tras la arboleda del parque los chapoteos de nuestros pies se encontraron. Las gotas brillaron por el aire con el resplandor fugaz de un rayo, y creí ver tus ojos encenderse por un momento, como si hubiese una llama dentro de ellos. Tu sonrisa se vislumbraba angustiada, mis manos volvieron a temblar bajo el chubasquero.

Ya lo sé, no podías quedarte conmigo.

En el colegio no hablamos, pero sabíamos que por la noche caminaríamos otra vez juntos. Volvió a llover y tus ojos también contenían una tormenta. Me contaste que, en la tempestad, habían muerto las crías de una paloma. Que tú sólo querías ayudar a los árboles, a las plantas y a las flores.

No lo entendí y te despediste con un gesto amargo. Y en la esquina del parque por donde te fuiste, vi la sombra de una persona y los aleteos que la impulsaron hacia el cielo proyectarse con la luz titilante de las farolas.

Volví a casa y esa noche soñé con águilas que surcaban los cielos de un país que parecía un jardín, sin edificios, ni coches. ni carreteras; las flores multicolor se extendían dentro de la protección de un verde manto que se perdía en el horizonte.

Cuando desperté, el sol brillaba con una vivacidad empañada a penas por finas nubes que se fueron deshaciendo en hilos.

Que siempre caminásemos juntos hizo que todos los niños hablasen de nosotros. No me importó, y sé que a ti tampoco.

¿Te acuerdas cuando llegó la noche y fuimos al parque? Me divertí mucho en los columpios y, después de tanto rato, por fin te vi sonreír, aunque intuía algo malo agitarse en tu interior… Cuando nos despedimos y crucé la esquina, volví a ver una figura de potentes alas que dejaron surcos en el aire tras su despegue.

A la llegada del nuevo día los vecinos estaban en la calle alborotados. Nadie salía de su asombro al ver los frutales en flor, los caminos ahora surcados de hierbas lozanas y tiernos brotes naciendo en los árboles del bosque. Todo el mundo hablaba alegremente en sus jardines o en medio del camino, habiéndose distraído de lo que estaban haciendo. Se olvidaron de sus quehaceres diarios, incluso de ir al trabajo o de llevar sus hijos al colegio. No obstante, me preocupó no verte a ti ni a tus padres. Tu casa era la única en silencio de todo el pueblo.

Después de cenar estuve esperándote en los columpios del parque, y aunque el paisaje estaba lleno de vida, yo no podía sentirme más desolado. Bajo el pecho el corazón me dolía con cada latido. Quizá era muy imprudente, pero no podía pensar en nada más.

Fui a tu casa. Y en el instante que abría la verja de tu jardín, sentí un potente aleteo y vi una forma más grande que la de cualquier ave surcar el cielo hacia el bosque. Es verdad, me asusté, pero yo no soy de los que se echan atrás.

Volví por el caminito trasero que lleva al parque, crucé los muros de piedra y me interné entre los angostos senderos que serpentean por los viñedos. Entonces vi esa sombra gigante perderse en la arboleda donde vería tu forma auténtica.

El bosque parecía más poblado que antes, incluso atento y en silencio. Sólo mis pisadas fluían por un aire fresco y colmado de aromas que jamás había olido.

El miedo a perderme fue creciendo en mi cuerpo, la luz de la luna casi no se filtraba a través del espeso follaje y los ruidos furtivos me estaban sumiendo en un constante estado de alerta. Pero cuando las copas de los árboles ocultaron la luna, te vi espiándome tras un árbol. Ya no tenía miedo. Te tendí la mano y, cuando saliste de la profunda sombra, reconocí al instante la misma amargura que vi en tus ojos mientras nos balanceábamos en los columpios del parque. Sonreíste. No querías hacerme daño. Nos cogimos de la mano y tu cuerpo se transformó.

Y volando por el cielo encapotado, te pregunté:

—¿Por qué estás triste?

—Porque allá donde voy, traigo tormenta. 

—¡Pero eso es bueno!

—No. Esos pajaritos, la paloma… fue mi culpa.

—Tú no les hiciste ningún daño.

—Sí, fui yo, fue mi tormenta.

—Tú has revivido las plantas —te dije con una fuerte desesperación ahogándome en el pecho—, les has devuelto la alegría de su flor. No te castigues…

Es verdad, entonces lloré ocultando mi cara en tu plumaje. ¿Si lo sabías por qué no dijiste nada? Me dejaste en mi casa sin despedirte y no pude dormir en toda la noche.

Cuando la primera luz del amanecer entró por la ventana, no quise mirar fuera, pero otra vez los vecinos discutían sorprendidos. Tu casa se había vuelto gris. De las grietas en sus paredes emergían tajos gigantescos hacia el cielo. De sus ventanas y puertas brotaban gruesas trenzas verdes que lo abrazaban todo entre flores del color de tu pelo. Las rocas de alrededor, salpicadas con el verde renaciente, eran contorneadas por la hierba lozana. En los campos los frutales volvían a resplandecer llenos de frutos y una copa de densas hojas se mecía en el arbusto de tu jardín. Por un momento vi tu silueta agachada frente a él, acariciando la dulzura de los racimos que resplandecían perlados por el frescor que había traído tu tormenta.

Y desde entonces, especialmente en los días más grises, sigo sintiéndote.

Eres quien lleva las personas a su destino - Azel Highwind

Antecro

El taxi que conduce, recompuesto con piezas nuevas, le ha hecho olvidar el fatal accidente que truncó su existencia. No obstante, sigue llevando a gente sin rostro a un destino baldío.

Sus manos tiemblan en el volante. El frío siempre rodea las sombras que suben al asiento de atrás.

Cuando termina el último viaje, lleva el taxi al garaje central. Entrega el puñado de peniques de oro al capataz y se toma una copa en el bar.

—Pareces abatido —le dice una voz carente de gracia.

—Salud.

Y ahoga su soledad en una ensoñación hacia la próxima jornada donde el taxi le espera en una nocturnidad que no termina.

Tiluje

Una mujer corre bajo una atroz tormenta que se llena de cólera por encima los hoscos tejados de la ciudad. Los rayos cortan las tinieblas con una luz que atrae fantasmas.

En una cabina telefónica hace una llamada. En sus ojos estallan las lágrimas. Su figura de blanco impoluto corre por la helada acera hasta que encuentra el taxi.

Antecro

Estaciona sobre la acera, y el coche se sacude. Se le acelera el corazón al observar una mujer vestida de boda, en esa callejuela helada y taciturna como el resto de la oscura ciudad.

La mujer titubea. Él baja la ventanilla.

—¿Sube? —un susurro atemorizado.

Tiluje le observa con tristeza.

—Sí, sí.

Antecro y Tiluje

Ella mira la ficha del conductor.

—¿Te llamas Antecro? —la pregunta empaña los cristales, como una niebla profunda.

—Sí, es mi nombre.

—¿Qué has hecho hoy? —y esboza una sonrisa amarga.

—¿Disculpe? —en el retrovisor, Antecro se turba al ver el rostro de la mujer tan pálido como su vestido.

—Yo… —reprime un singulto—, ya lo ves —y levanta un pliegue del vestido con uno de esos gestos que tratan de esconder el dolor más hiriente.

El trayecto sigue en silencio, hasta que ella se inclina hacia el asiento del conductor.

—¿Qué me cuentas de ti? —las sílabas de cada palabra flotan en un mar de dudas.

Antecro siente el corazón desbocado. Tras unos instantes su voz emerge forzada: —Sólo soy taxista… ¿y usted?

—Yo —baja la mirada con una mano en el pecho— soy Tiluje, vivo en Oregón, ¿lo conoces?

—¿Una muchacha de los verdes prados y los cristalinos arroyos de Oregón por esta ciudad inmunda? —La frase le surge con una facilidad sorprendente—, estás muy lejos de tu hogar.

—Mi hogar —repite ella, y esconde una risita triste bajo la mano.

—¿Qué le hace gracia? —su mirada saltando nerviosa al retrovisor.

—Nada… es la primera vez que lo dices.

—¿La primera vez? No, no entiendo… —el corazón se calma, las manos dejan de temblar en el volante—, ¿le conozco?

Se hace un silencio donde el ronroneo del motor sólo se mezcla con el crujir de las ruedas.

Tras esa pausa los dos ríen.

—Quizá —responde ella.

Cada vez que Antecro la mira, sus ojos resplandecen.

Y se ponen a charlar sobre el teatro de los treinta y de un lugar llamado Broadway. La conversación les lleva a una casa a las afueras de Portland, a los atrapasueños y la artesanía que ella elabora.

Una sonrisa desconocida se dibuja en el rostro de Antecro. Las luces parpadean, la mirada de Tiluje brilla con emoción, el motor expulsa un ronquido fuerte, el taxi se oscurece por un segundo y cuando Antecro mira atrás, el asiento está vacío.

Su corazón helado sólo lo impulsa a vagar su mirada por el exterior.

—¿Hola? —repite varias veces.

Se seca el sudor de la frente y huele a quemado cuando sube el desvalijado interruptor del aire caliente. Vuelve atrás por una callejuela que parece una vieja foto en blanco y negro, baja del taxi y siente un viento descorazonador traspasar su abrigo.

Antecro

En el garaje discute con el capataz. Los otros trabajadores se ríen y él se deja llevar por brazos ajenos que rodean su hombro frente a una botella de whisky.

—¿Qué ha pasado? —se dice en voz baja.

Tiluje

Hace una nueva llamada y su vestido níveo resplandece entre la oscuridad de la sucia metrópoli. Cuando ve el taxi, vuelve a llorar.

Antecro y Tiluje

La manivela chirría al girar.

—¿Sube?

—Sí, perdona…

Una sensación llena de temor a Antecro.

Por primera vez tiene una conversación con un cliente, y en una callejuela cenicienta, cuando los dos sonríen y las lágrimas emergen de los ojos de ella, todo se apaga por un instante y el asiento de atrás queda vacío.

Antecro

—¿Quién es ella? —las palabras martillean en una barra llena de copas y whisky.

Noche tras noche la misma pregunta.

Antecro y Tiluje

Corriendo en el viejo taxi, las sonrisas se tornan cómplices. Un rayo cae furioso sobre un poste telefónico. El coche se levanta por detrás con el impacto; al caer, los cristales se rompen y cortan el rostro de ella. Antecro se gira y le coge la mano.

—¡Juliet! ¿Estás bien? —la ansiedad en su voz.

Los ojos de ella se abren con una emoción desbocada.

—¿Te acuerdas? ¡Recuerdas mi nombre!

—Eres tú… eres Juliet…

Se cogen de las manos y una calidez llena sus rostros.

—Antecro, ya se acerca, viene a por mí… debo huir… por favor, ¡no bebas el whisky!

Antecro

—¿Qué está pasando? ¿Quién es Juliet?

En la mano una copa de whisky. En las perturbaciones del ocre interior, un rostro cada vez olvidado.

Antecro y Juliet

En la soledad de una copa todavía llena, se refleja un taxi dejando atrás una bocanada de humo y agitarse en las oficinas la sombra del capataz.

Juliet vuelve a llamar y corre bajo la tormenta enfurecida.

Cuando Antecro frena en seco a su lado, ella libera el chirrido de la puerta del copiloto y entra.

—¡Nos íbamos a casar! —grita él entre lágrimas.

—Pero tuviste un accidente…

El abrazo rompe todos los moldes de esa fría eternidad en un reflejo baldío de un mundo dejado atrás.

—¿Quién soy?

—¿No lo entiendes? Ahora eres el Barquero…

 

 

Un monumento a la paz - Azel Highwind

Los orígenes de la gran nación que es China, inquebrantable y eterna, están rodeados de antiguas leyendas que se remontan a los albores de la civilización.

En esos tiempos, criaturas mágicas habitaban el mundo y jugaban, caprichosas y a veces traviesas, con el destino de la gente.

Con el avance de la civilización y su creciente poder, estas entidades empezaron a irse. Algunas incluso perecieron en las guerras del hombre, en conflictos totalmente ajenos a ellas; otras simplemente se marchitaron ante el progreso del hierro y el fuego.

No obstante, alejada de la agitación de este mundo, en la paz y la tranquilidad de un templo budista oculto en la bruma, una última criatura mágica vivía en armonía con los monjes, compartiendo sus enseñanzas, su filosofía y unos principios esenciales para la integridad del mundo.

Por desgracia, la vanidad del hombre y las ansias de conquista de los emperadores chinos pronto sumirían sus tierras en una cruel guerra, bañando sus cultivos y sus benditas praderas con la sangre de los inocentes.

Era el año 649 cuando empezó todo.

Con el ansia de conquista, las guerras se volvieron continuas. No obstante, las peores batallas no se librarían contra otras naciones, sino que estallarían entre hermanos, dentro de las fronteras chinas.

Al nuevo poder no le gustaba el pensamiento independiente, la filosofía o la diversidad religiosa. Veían en el budismo una amenaza para sus planes bélicos.

La milicia de la capital imperial formó filas. Sus maniobras fueron rápidas.

Los monjes Shaolin debían ser exterminados.

Mientras tanto, en el brumoso patio de un templo erigido sobre el pico de una escarpada montaña, lugar en la que aún moraban los misterios y el recuerdo de una época mágica, Shi Su She, que estaba absorto en sus meditaciones, regresó al mundo terrenal cuando su buen amigo, un tigre mágico que había contemplado siglos de guerra, le dijo:

—El mundo está sembrado de traición. Las guerras que China está llevando a otras civilizaciones terminarán estallando dentro.

—Lo sé. La meditación siempre me conduce a la misma respuesta: sólo ella puede evitarlo.

—Tienes demasiadas esperanzas en esa mujer —sentenció el tigre Aerembus.

En ese lugar mágico los animales vivían confiados alrededor de los monjes Shaolin. Las copas de los árboles eran habitadas por todo tipo de aves, en sus ramas las ardillas y los canguros de Huon compartían hogar con enormes orangutanes y los enigmáticos monos gibones que, de vez en cuando, se les podía ver danzar de rama en rama entre los asombrosos saltos de las ardillas voladoras. Incluso si sabías donde mirar, el perfecto camuflaje con su entorno se deshacía con la gracia de un ilusionista, y los insólitos binturongues, animales mitad gato mitad oso, se revelaban ante tus ojos.

El tigre mágico Aerembus no permitiría que mancillaran su hogar. Si la guerra llamaba a su puerta, él iría a combatir, aunque esto lo llevara a la muerte.

Y tal como había predicho, la guerra llegó pronto.

Bajo la oscurecida mirada de la consorte Wu Zetian, el Emperador Gaozong decretó la prohibición de cualquier culto que no fuese el taoísmo. Durante años destruyó templos y segó vidas. Hasta el último de los monjes Shaolin sería perseguido.

La guerra parecía decidida. Los ejércitos imperiales eliminaron la resistencia con facilidad, y arrinconaron a los últimos rebeldes en la provincia de Huan, origen del budismo y hogar sagrado.

En la Ciudad del cielo y de la tierra los últimos budistas serían aniquilados.

Pero la huida que les hizo parecer débiles, en realidad los convirtió en una fuerza única, pues en esa ciudad, aunque asustados y confusos, se habían reunido los budistas de toda China.

Y en medio de esa poderosa unión, el monje Shi Su She se alzó con un mensaje que rompería todos los preceptos Shaolines:

—Amigos, hermanos —pronunció con aire solemne, pero guardando un matiz impetuoso—, somos los guardianes de la paz. En nosotros reside la energía para mantener el equilibrio, el zen que protege los bosques, el xin de un mundo bondadoso… La armonía nos une en nuestros ideales. Pero, hermanos, todo ha cambiado. Nuestras tierras ya no son lugar de paz. El imperio nos trae la guerra, y aunque nuestras habilidades no deban ser usadas para la violencia y la muerte, tenemos que unirnos y usar el Kung Fu para vencerlos. Porque si no lo hacemos, ellos destruirán todo lo que amamos. ¿Vais a permitirlo?

—Yo no lo permitiré —la voz del tigre mágico Aerembus retumbó entre la multitud—, lucharé a vuestro lado.

La batalla era inminente. Cuando cayera el sol, el ejército imperial se presentaría a sus puertas, y sólo aceptarían rendición o muerte.

Pero la noche trajo rebeldía. Rebeldía y fuego. Liderando el frente budista, el tigre mágico Aerembus brillaba como una estrella que había bajado a la tierra. Embestía los soldados imperiales y los lanzaba por los aires, infundiendo el miedo en el corazón del enemigo. Los monjes Shaolin saltaban, volaban y combatían en una danza mística. Por primera vez en su historia, combatían con el arte del Kung Fu segando vidas que prometieron proteger.

Y a muchas millas de ese lugar, en el trono imperial, la consorte Wu Zetian entrelazaba sus dedos y pedía coraje a los Dioses para hacer lo correcto.

La que se convertiría en la primera Emperatriz de China, empujó entre lágrimas una daga contra el corazón de su marido.

La noticia voló de norte a sur, de este a oeste. La Dinastía Tang había caído.

Las batallas terminaron entonces, y en la nueva capital de China, Wu Zetian ordenó la construcción de un monumento dedicado a todos los monjes Shaolin que murieron en combate y a un tigre mágico que dio su vida para defender lo que amaba.

 

 

 


Una sonrisa manchada de sangre - Azel Highwind

Nicole despierta arrasando el oxígeno a su alrededor, absorbiendo el aire tanto como su garganta cortada puede aguantar sin romperse. Su cuerpo bambolea de un lado a otro notando que cuelga amarrada de los tobillos. Al instante palidece, y cuando sus pulmones vacíos se llenan, se sacude sin control en el aire. Se lleva la mano al corazón y se retuerce la piel mojada de su pecho con unos dedos que nota helados, como el resto de su cuerpo.

El olor enrarecido a moho y a humedad se transforma en vómitos. Escupe los últimos restos doblándose sobre sí misma, sintiendo que el estómago va a digerirla por dentro.

La otra mano se desliza hacia la nuca, cruzándose en silencio con dos riachuelos de sangre. Con el dedo resigue los pequeños orificios y tiene la sensación que han cicatrizado. La herida en su cuello también termina por cerrarse.

Cuando sus ojos se acostumbran a la oscuridad y todo su cuerpo va perdiendo la rigidez, consigue elevarse hacia las ataduras con una fuerza y una energía que no reconoce. Con las uñas corta las cuerdas y cae de cuatro patas al suelo. Se pone en cuclillas y escucha con atención.

Al principio parecen muy lejanas, pero a medida que sus sentidos se acostumbran, las pisadas se notan a pocos metros sobre su cabeza. Llegan creando eco a través de la madera gruesa.

Se levanta estirando los brazos, pero en la oscuridad cerrada se da cuenta que no necesita ir a tientas. Sus ojos distinguen perfectamente el interior de la mazmorra y sus manos resiguen con admiración la roca de las paredes de ese lugar antiguo.

Sus sentidos se agudizan, y pronto su oído consigue captar el sonido de la humedad escurrirse por las vigas; el de las minúsculas gotas estallar en el suelo; el que emiten los diminutos insectos, bañados por una claridad insólita que ningún ojo mortal podría percibir, al frotarse las patas, batir sus alas membranosas y revolver las voraces mandíbulas en busca de alimento. E Incluso mucho más allá de los anchos muros, escucha el murmullo de la lluvia que viene del exterior.

También distingue tres voces diferentes entre ocasionales carcajadas.

Con paso ágil esquiva los huesos rotos que se han desprendido de una pila apoyada contra la pared y sube las empinadas escaleras con apenas unos saltos que, para un observador corriente, parecerían movimientos dominados con absoluta maestría después de mucho tiempo de ensayo.

Entre una grieta de las maderas clavadas en el armazón de la puerta de acero, examina una sala de estar decorada con lujosos sofás tapizados con terciopelo, cojines de bordados tan delicados y pretenciosos como los de un palacio, cubertería de plata que parecería digna de la realeza si no fuese por las manchas rojas y las salpicaduras secas; y un fuego a tierra que proyecta las sombras danzarinas de tres figuras que ríen, gesticulan con entusiasmo y beben un vino que no es vino y por el que el corazón de Nicole desemboca en desenfrenados latidos y un deseo que la hace arder por dentro.

Arremete una y otra vez contra la puerta, y los tres individuos se giran derramando las copas.

¡¿Qué demonios es eso?!

¿La has convertido en lacayo? -la pregunta, disfrazada de sorpresa, no puede esconder el susto que le ha invadido.

No, la maté. La maté, joder. Ningún mortal podría sobrevivir…

¿Estás seguro?

Es sólo una humana, joder, ¡no puede haber sobrevivido!

La puerta revienta contra el otro lado de la pared y los hombres desenfundan las espadas al ver la aparición de Nicole, con el cuello sanado y los pies que dejan de tocar el suelo de madera.

Con un nudo en la garganta: es imposible, ¡sólo sucede cada dos mil años!

¡Calmaos! ¡Somos más antiguos que ella!

Pronuncian palabras en un lenguaje antiguo, sus ojos se encienden con el poder de un alba que les es prohibida y en las palmas de sus manos se encienden sortilegios capaces de vencer al peor de los enemigos.

Pero cuando Nicole se eleva en el aire y la luz ansiosa de las llamas se vierte sobre su piel extremadamente blanca, ningún hechizo es capaz de someterla, ningún filo de sus espadas consigue atravesarle el corazón, ni tan siquiera el fuego de las armas modernas acierta un sólo disparo…

Sus rostros se contraen con un terror perdido en los anales de la historia, oculto en un tiempo tan viejo como el mismo mundo, ignorado en el desdén hacia la naturaleza y en la innegable sensación de saberse superiores a los mortales.

En el exterior de la mansión, la tormenta arrecia con fuerza, los rayos acompañan con la violencia de sus destellos las salvajes embestidas, los truenos retumban sobre los bosques silenciando los gritos y entre las negras alas de un remolino de cuervos se pierde la furia dejando atrás sólo silencio.

Sentada en una butaca de terciopelo y meciendo el contenido de una copa, Nicole suspira después de un largo sorbo, sintiendo su cuerpo otra vez caliente. Y bajo sus ojos encendidos y las mejillas rosadas, los afilados colmillos se dejan entrever totalmente desarrollados en una sonrisa manchada de sangre.

 


La resistencia de Galán - Azel Highwind

Satisfecho después de la comida del mediodía, y justo en el momento en que el vecino de arriba empezaba sus clases de piano, Galán fue a su habitación para disfrutar de una dulce siesta. Se desnudó aún de pie en medio de la habitación y tuvo ganas de tocarse, las notas suaves que fluían le invitaban a ello, pero se contuvo, pensando en el esfuerzo que estaba haciendo para curar su adicción al sexo. Por eso, cuando su compañera de piso abrió repentinamente la puerta del dormitorio y se quedó apoyada detrás del marco, como una súcubo que aparece desde un portal del Infierno, lo que otrora se habría convertido en dichosa sensación de aventura, en ese instante hizo que se sintiera como el plato predilecto de un bufet libre.

Y al ver sólo la delgada cinta del sujetador deslizarse por la fina piel de su hombro y la esbeltez de una pierna desnuda acariciar el canto de la puerta, se tensó aún más y sintió la dureza apoderarse de él y de su miembro palpitante…

—Estoy aburrida, Galán —la voz recordaba el dócil maullido de un gato—, ¿hacemos algo?

—¡Antes de entrar en una habitación se llama! –la frase salió de su garganta espoleada por latigazos.

Ella esbozó una sonrisa que mezclaba a la perfección un poquito de inocencia y simpatía, con la dosis justa de atrevimiento. Sus ojos claros le resiguieron el cuerpo mientras se relamía con disimulo y en el piso de arriba un adagio acariciaba las paredes.

—No me digas que ahora te has vuelto tímido… con ese tesoro que guardas entre las piernas.

Galán dio un respingo, se abrazó a sí mismo como si lo hubiesen desplumado y lo fueran a lanzar a los tiburones. Y la imagen que se sucedió a continuación fue la de un pollo asustado corretear hacia la cama, cogiéndose una manguera que ya había apagado demasiados de los fuegos ocasionados…

—Serás payasete —su sonrisa era una medialuna infernal teñida de sangre—, no es hora de irse a dormir.

—Déjame, Miranda, por favor te lo pido, estoy muy muy cansado —una súplica que era a la vez sumisión y no podía esconder el intento velado de reverencia.

—Me encanta cómo pronuncias mi nombre, Miranda…

Los Si se enlazaban con los Mi en dúos de perfecta sincronía, envolviendo unos acordes que eran el perfecto marco para la voz de Miranda.

—Yo no lo pronuncio así.

—Vaya que no.

—¡Vete, Miranda!

—¿Ves? Así tan sexy… —las palabras se disiparon en un susurro, como si estuviese lanzando un hechizo—, vamos, Galán, hagamos algo divertido…

El calor entre sus piernas se convirtió en sofoco. Se tapó con una mano la irritada erección, después de tantísimas batallas la semana pasada y, con la otra, intentó subir las sábanas, que se encallaron entre sus pies nerviosos.

Ella, lanzando al aire un «no quiero estar sola…» entró corriendo de puntillas y saltó sobre la cama, quedándose arrodillada en su regazo e impidiendo que pudiese cubrirse.

—Pero, ¿qué demonios haces? —la voz de Galán se deshizo en un gallo.

—Si no he hecho nada —sus trémulos pechos saltaron cuando ese inclinó sobre el chico—, sólo quiero estar un rato contigo…

Las sábanas subieron de golpe tras un forcejeo y Galán se echó a un lado aferrándose a ellas.

—No seas tímido —palabras que pronunciaría una vampiresa sedienta de sangre antes de atacar.

—Qué va… —trató de desviar la mirada de sus hinchados pechos que parecían querer escurrirse por los lados del sujetador—, pero antes de dormir quiero leer.

—¿Leer? ¡Qué aburrido! Charlemos un rato antes de dormirnos…

Y terminando de pronunciar ese verbo en plural cargado de intención, deslizó su cuerpo liviano hasta colarse dentro de las sábanas.

Galán, como impulsado por un resorte, se sacudió hacia el otro lado y se arqueó evitando el contacto de su miembro endurecido contra esa piel que, sólo con su contacto, te hacía volar hacia paraísos de seda que conservaba aún la saliva de su creadora.

Los labios de Miranda, que nunca había visto tan relucientes y con una humedad que podría gotear en cualquier momento, se abrieron musitando palabras que no conseguía reconocer y quedaban diluidas tras la imagen de ella chupando y relamiendo que se le dibujó en la mente enfebrecida.

Entonces los pies de ambos se cruzaron en lo profundo de la cama. Las caricias surcaron la piel arriba y abajo y el alegreto vigoroso hizo vibrar las cuerdas del piano. Galán notó las frías manos deslizarse por su pecho y olió la fresca menta del dentífrico fluctuar entre la lengua juguetona. Y aunque su cabeza trataba de imaginar horrores bíblicos y catástrofes mundiales que arrasaran países, su polla dolorida dejaba de lado la hinchazón y sólo podía pensar en abrirle las piernas y adentrarse a la aventura.

-¡Sí! ¡Clávame la estaca!

En el piso de arriba, las gráciles manos de un pianista desconcentrado resbalaron por las octavas y perdieron las teclas que querían tocar.

¡Otra vez dale que te pego, ni dos días ha aguantado! —la queja del pianista se escuchó hasta en el rellano.


La osadía de cruzar los límites - Azel Highwind

 

Agotada tras el largo descenso en la absoluta oscuridad de la caverna, apenas puedo mantenerme en pie. Me arrastro entre las rocas siguiendo el ruido que hacen mis amigos.

No sé cuánto tiempo llevaremos sin hablar y conteniendo nuestros gritos, Dutch no lo soporta más, empieza a gemir y todos escuchamos el rugido que le responde. Siento las piedras chasquear cuando huye, pero estoy tan desorientada que no distingo si se acerca o se aleja. Un trotar demasiado pesado para ser el de un humano se confunde con sus pisadas.

No me atrevo a levantarme. Gateo sobre los pedruscos buscando un escondite cuando unas piernas me golpean en el costado. Se me escapa un grito y bloqueo mi boca con las dos manos. El crujir de huesos rebotando contra las rocas insinúa a mi mente la imagen grotesca del cuerpo de Dutch retorciéndose en el suelo.

—¿Qué ha pasado? —la voz de Gloria tiembla entre el llanto que arroja su garganta.

—¡Cállate! ¡Y deja de llorar! —Jack habla fuerte, aunque su esfuerzo por no hacer ruido es sobrehumano.

Lo percibo a pocos pasos de distancia, corriendo en dirección a Gloria. Su llanto cesa de golpe y se transforma en un gemido ahogado.

Jack es fuerte, y está tan horrorizado que no se da cuenta de lo que ha hecho a su amiga. Tampoco nota la cabeza ensangrentada entre sus manos nervudas, el gruñido incesante que nos acecha atrapa toda su atención.

Está tan cerca que puedo oler su aliento a pez podrido. Me quedo rígida notándola pasar por mi lado y, aunque no pueda verla, sé que se ha puesto en cuclillas para devorar a Dutch. Con cada mordisco mi cuerpo tiembla. Sólo puedo escuchar el ruido de masticar carne y romper huesos, que se reverbera entre las extensas cámaras rocosas.

La idea de suicidarme atrapa mi mente. Pienso que abrirme la cabeza contra un canto afilado sería la muerte más piadosa. Pero no tengo valor para intentarlo.

Desvanecidas todas mis esperanzas, me hago un ovillo y abrazo la fría y áspera roca que ha debido asistir a tantos siglos de horror.

Trato de imaginar que nunca hice el viaje a Perú, que no me están engullendo las entrañas de un mundo oculto cuya mera idea, sólo un atisbo de su existencia, enloquecería la mente más estoica. Niego esa realidad y trato de visualizarme en el exterior, donde hay un sol y el aire es fresco.

Entre las lágrimas me veo a mí misma coger el avión, pasear por Lima y emprender esos senderos hacia el interior de las selvas más recónditas, riéndome de las leyendas retorcidas que nos contaban los lugareños cuando pasábamos por el lado de una estatua ancestral o de unos jeroglíficos tallados en la roca.

No sé cuánto tiempo ha pasado desde que cruzáramos los límites que marcaban las horrendas estatuas, ignorando las advertencias de esos hombres que corrieron despavoridos. Deberíamos haberlos seguido. Pero nuestra osadía nos llevó al interior de la caverna, y cuando nos quedamos sepultados, sólo pudimos contar dos días hasta que nuestros aparatos electrónicos nos fueran abandonando.

En las primeras horas… no quisimos movernos del sitio. La idea de adentrarnos más en la caverna nos hacía temblar. Así que esperamos un rescate. Pero empezó a faltarnos el oxígeno, se nos acabó el agua y la comida, y algunos se pusieron irascibles. La absoluta oscuridad que nos privaba de la vista también nos produjo delirios.

Voces amigas que había escuchado escasos momentos antes, ya no volvieron a sonar. El tiempo y los espacios se distorsionaron.

Y en algún momento se desató el caos.

Algunos bajaron hacia las profundidades de la caverna, esperando encontrar un río subterráneo. Otros cogieron túneles que se desviaban… hacia el vacío.

Esa falta de orientación me produjo vértigo.

Empezamos a notar una corriente de aire. Y aunque el terror galopaba en nuestro pecho, descendimos detrás de su flujo que desaparecía sinuoso para regresar más tarde con débiles ráfagas.

En los abismos de ese lugar jamás penetrado, agradecí el tacto áspero e hiriente de las rocas. Y, abrazada a ellas, el grito de Jack me devuelve al presente. Unas pisadas parecen acercarse. Acompañan un gruñido que dibuja imágenes tan extravagantes en mi cabeza por las que me encerrarían en un manicomio de atreverme a confesarlas. Tiemblo. Cuando Jack cae a mi lado quiero abrazarme a él. Me coge, me levanta y me empuja contra lo que se acerca gruñendo.

Siento unas garras clavarse en mi estómago, rocas desprenderse y golpes por todo el cuerpo. El vacío gira con locura en un vórtice de pesadilla.

Mientras caigo, escucho los gritos desgarradores de Jack perderse en las alturas. Luego la sensación de ser engullida y un flujo escupirme entre un chorro gigantesco que cae sobre un lago de cegadora claridad.

Durante confusas noches, indígenas entonan cánticos salvajes, bailan y beben brebajes cáusticos para escupir al aire.

Las pesadillas remiten, mi mente enfebrecida se calma.

Y ahora, viendo los ojos asustados de la anciana que se agarra a mi brazo, sé que no salí sola de la caverna.

Wo ai ni - Azel Highwind

 

Kana pinta flores al óleo tras las cortinas de su habitación. La luz del sol se tiñe de los colores de los bordados que traspasa y destella sobre los lienzos en las paredes.

Aris, que es un diminutivo de su nombre, destaca en deportes y a veces se pelea con chicos. Le encanta atravesar la ventana de su habitación de un salto, deslizarse por el tejado del porche y aterrizar en la calle.

Cada mañana va a buscar a Kana a su casa. Cuando toca el timbre, el sonido le produce cosquillas, sólo porque es el preámbulo a la dulzura de una voz que adora: —¡Ohayō!

¡O-ha-yō! —le saluda ella también, riendo con cada sílaba.

De camino al instituto, Kana juega a saltar las baldosas de par en par. Aris se atreve a hacer piruetas que dejan en vilo a los transeúntes.

A media bajada se paran. Una hace un giro arabesque de ballet, la otra, se pone en posición de bateo.

—Estamos ridículas —dice Kana.

—Totalmente ridículas. ¡Tienes el cuello torcido!

Kana le arregla la corbata a su amiga; Aris, las solapas de la americana y le pellizca una brizna de pelo del flequillo que, dibujando un arco, parece enfadado.

Cuando es primavera, y al hanami de los cerezos le gusta jugar a ser nieve, las dos chicas recogen los pétalos y se los tiran una a la otra, engalanando los hilos de arena de playa del pelo de Kana y rebotando con la coleta de caballo de Aris, que los rechaza con gráciles eses trazadas en el aire.

En el tren dan palmaditas en los cristales de las ventanas mientras se cuentan ocurrencias o deseos, juegan con las yemas de los dedos cuando llueve y se retan a hacer pasos de ballet ante las serias miradas de los pasajeros.

En el instituto nunca se separan, y los chicos ya conocen el sabor de los puños de Aris.

Cuando cae la noche, Kana se despide de su amiga en la puerta de su silencioso hogar, donde hay más flores que átomos de hidrógeno.

Por la mañana más abrazos, saltitos, corbatas torcidas, palmaditas en los cristales del tren, flores de cerezo enganchadas en el pelo y el delicado perfume de Kana que da la mano a las camelias.

—¡Vas muy mona hoy! —le dice Aris mientras le arregla la corbata, luego le da un tirón a la americana para que quede recta y le pellizca el flequillo.

—Después de clase tengo una cita…

—¡¿Cómo que una cita?! —Su voz vigorosa y encrespada, como las olas de mar chocando con las rocas, se deshace en la marea que se retira—, ¿con quién?

—Con el chico que me gusta, ya lo sabes.

—No... no sabía que te gustaba nadie. ¿Quién es?

—El de las clases de chino.

—Vaya... —hace una pausa mirando al suelo—, ¿quieres que te acompañe?

—¿Qué? ¡Ni se te ocurra!

Al terminar el instituto, cuando Aris se despide de Kana, no puede dejar de pensar en su pelo con pétalos del cerezo y repentinamente en alguien que le coge de la mano. Mientras la sigue, siente que su corazón se desboca bajo el delicado tejido que cubre su pecho.

En un coffee shop céntrico, Kana pide un helado de fresa y nata; un chico alto, atlético y de mirada segura; uno de chocolate con pasas y ron.

—Claro, de chocolate con ron, como los pervertidos… —masculla Aris balanceándose contra el ventanal del coffee shop, y retorciendo la cortina tras la que se esconde.

Kana siente una presencia hostil a su espalda, y los ojos entrometidos de Aris se escabullen al instante en el que Kana se gira.

Las miradas se persiguen, a veces se rozan y provocan aspavientos en Kana después de lanzar gestos para que su amiga se largue de ahí.

Se pone tan nerviosa que golpea la mesa con la rodilla, y entonces el chico sube el tono:

—¿Sabes cómo se dice “te quiero” en chino?

—¿Qué?

—Te quiero.

—¡¿Ya?!

—No, en chino.

—¿En chino el qué?

—Te quiero.

—¿Cómo? —se abanica el rostro, la boca abierta en una mueca que horroriza a un niño que se agarra al brazo de su madre—, ¿tan rápido?

—No, que en chino se dice Wo ai ni.

Aris pierde el equilibro y arranca la cortina, cae de bruces contra la bandeja de helado de frambuesa que trae una camarera. Su cara se convierte en un mural del cubismo estrafalario, jadeando se tira contra Kana, envuelve sus rojas mejillas con las dos manos y se manchan sus labios con helado de frambuesa.

De un reflejo asustado, el chico tira la copa de su helado de chocolate. En el suelo pringoso, la camarera que sostiene boquiabierta una bandeja de helado de frambuesa con un narizón bien marcado en el centro, resbala y la lanza al aire, cual festejo victorioso en los Juegos Olímpicos.

Una mujer hace fotos con el móvil, su hijo ríe y aplaude, una anciana en la barra se gira y bufa con aire condescendiente; al otro lado, el maese heladero frunce el ceño y sus ojos son apenas dos líneas bajo las cejas infernales.

¡Sumimasen! ¡Sumimasen! —implora Kana haciendo reverencias con las palmas unidas y los ojos en lágrimas.

—¡Huyamos!

Kana se deja arrastrar por su amiga. Corren por las grises calles moteadas de las luces de tráfico hasta que el aliento se les acaba.

Cuando caen redondas sobre la hierba de un parque, Kana le pregunta: —Pero ¡¿qué te pasa?! ¡¿Qué ha sido todo eso?!

Aris tarda en responder lo que un pétalo llega al suelo mecido por la brisa: —Wo ai ni.

 

Feliz por primera vez zquí - Azel Highwind

 

El chico camina bajo el cielo nocturno casi arrastrando los pies, con la cabeza agachada y las manos ocultas en los bolsillos de los pantalones.

Las luces que engalanan las fachadas de esa villa inglesa colorean el suelo empedrado, y las piedras, bañadas en oro, emiten alegres centelleos que se funden en la atmósfera perlada por copos de incipiente blancura.

Ya es la tercera noche que la nieve visita el lugar, cubriendo el verde oscuro de los arbustos, los sinuosos caminitos que se pierden entre el laberinto de casas bajas, los tejados de negra pizarra, los parques taciturnos y adormilados que escuchan ensimismados los villancicos que trae el viento helado…

Por un momento siente un ligero escozor en los ojos, aprieta fuerte los puños dentro de los bolsillos y levanta la mirada al cruzarse con un cartel que reza: “Welcome to Bickerton”.

Su corazón se acelera bajo el pecho repentinamente frenético. Tiembla y hace un esfuerzo por no llorar cuando recuerda la voz de su madre despedirse al colgar el teléfono. Deja escapar el aliento tras una inhalación larga, y la nube de vaho que se forma enfrente traza figuras fantasmales en la fría oscuridad.

Cierra los ojos, ignora las voces de alegría que se escuchan en las estrechas callejuelas, entre vecinos de camino a sus casas para celebrar las fiestas y, como cada noche, se sienta en un banco que está frente los columpios. El frío se apodera de su espalda cuando se apoya en la madera. Un suspiro brota en su boca, el aliento solitario se escapa de sus labios, acompañando palabras de abandono y profunda desesperanza.

El olor tostado de castañas al fuego se cuela entonces en el parque, risas femeninas de complicidad llegan para balancearse en los columpios, y mientras la hija se deleita con los frutos recién tostados, su madre suspira cansada, pero, a la vez, con una tranquilidad que endulza sus facciones juveniles. Sonríe y saluda al chico que tantas veces ha visto solo en ese banco.

Su rostro compungido no responde, y baja la mirada.

—Are you ok?

Yes, yes.

La chica le observa con una ternura que mucha gente sólo conoce de los cuentos de hadas.

—You look sad… can I sit with you?

—Ok.

—You are not from here, you don’t look familiar.

—Yeah.

—Where are you from?

—Spain.

—And what are you doing here?

Las palabras se funden con los débiles villancicos que se escuchan a lo lejos, y el silencio reinante eleva con una gracia solemne el chirrido de los columpios.

Al chico le cuesta responder.

— I came for work, but...

—Hasn't it turned out as you expected? —la pregunta, que podría parecer demasiado indiscreta, calma el corazón agitado del chico.

—No.

—Don’t worry, we have to keep fighting —su mirada corre hacia donde está su hija y se pierde en las oscilaciones casi hipnotizadoras de los columpios.

El chico se atreve a clavar sus ojos en los de ella y, por un momento, una sonrisa inocente borra un poco el pesar.

<> 

A la noche siguiente, entre el titilar ligero de las lucecitas rojas y verdes, que juegan a sucederse cual carrera de relevos, los pasos del chico suenan algo más resueltos, casi avanzando con presteza.

Atraviesa la calle empedrada devolviendo el saludo a un vecino y se para un momento para comprar castañas recién cocidas. Prueba una y su rostro muestra satisfacción.

Reemprende el paso dejando atrás los altos abetos que cercan la casita verde pistacho, rematada con madera de cerezo en los frontones y en los marcos de las ventanas por las que se escapa una luz anaranjada y cálida.

El cartel que da la bienvenida al pueblo, decorado con ribetes de aspecto mágico, pasa por su derecha y es relevado por frutales en lo alto de un margen de piedras cuadradas. Al otro costado nacen pequeños arbustos y pastos duros que rodean un huertecito frente la casita de color caoba, residida por un matrimonio anciano que, de vez en cuando, regala sus verduras y hortalizas a los vecinos.

A medida que sus pasos le llevan al parque en el que tantas noches ha sentido la desesperanza de su soledad, observa con ánimos renovados la belleza de las casitas bajas de esa villa inglesa. Se sienta en el banco y el frío en su espalda ya no le molesta tanto. El tacto áspero de la madera ahora le reconforta un poco, y se pierde resiguiendo cada estría. Frente a él las hojas caen sobre un manto amarillo, y los crujidos de nuevas pisadas dan la bienvenida a las risas de madre e hija, llenando de nuevo el vacío del lugar.

—Glad to see you again.

—Thanks… —duda un rato—, me too.

—You are always alone.

—I have no friends, yet.

—That is so sad —su voz, lejos de transmitir tristeza, parece contenta—, you should come to my place, it’s Christmas.

—Do you really think so?

—Yeah! —la exclamación suena como el tintineo de dos copas brindando y, a su espalda, la hija ríe con las mejillas rojas de emoción.

<> 

El pequeño comedor de la casa se vislumbra cálido en la luz de un fuego de tierra, y el sutil olor de leña quemada y carbón que cae en ascuas perfila y da más presencia, aún si cabe, a los aromas dulzones que llegan con la anfitriona, entre sus manos cubiertas por guantes de cocina.

Deja la cazuela en el centro de la mesa, se sientan los tres entrelazando sus manos en un círculo de bendiciones y se sirven con la delicadeza que produce la timidez de quienes aún no se conocen demasiado.

—I hope you enjoy this meal, it may not be as good as the one your mother makes, but I hope our company here can fill the void of her absence…

—Yeah —sus lágrimas ya no son tan amargas—, I’m happy for the first time here, thanks.